Reflexiones, experiencias y todo aquello que me ayude a subir, desplegando alas, volando juntos...

martes, 9 de agosto de 2011

Eternos veranos

En el pueblo las tardes de verano eran lentas y empapadas de sol. Nada tenían que ver con las mañanas, era como si de dos mundos distintos se tratara. Las mañanas brillaban...pero no pesaban, con sus vienes y vas, sus trajines, sus corrillos en la puerta del horno. En cambio en la tarde, en su hora primera, aquella que no acababa nunca, solo las moscas se escuchaban zumbar. Las moscas...y alguna voz lejana que saliendo del altavoz de una radio enorme de botones redondos, decía;
-capítulo ciento veinte de la radionovela “Simplemente María”, original de Guillermo Sautier Casaseca.
En nuestra casa también se oía el correr del agua del lavadero, de vez en cuando mi tía la dejaba caer, sobretodo si había que hacer colada, y el chorro parecía una pequeña cascada dentro de un pequeño mar de piedra oscura. Pero a esa hora no se lavaba la ropa, a esa hora mas bien se cosía. Los hombres dormían, o hacían ver que dormían, tapándose la cara con las negras boinas de paño, los niños jugaban a coger las moscas que osaban entrar por las rendijas de los portones y los toldos en los patios frescos de las casas y las mujeres cosían.
Así era un día y otro día, excepto las tardes de domingo. A mi no me gustaban las tardes de domingo porque de pronto la vida cambiaba demasiado y eso me asustaba. Los domingos por la mañana no se veían caballerías por las calles, ni las mujeres regaban los portales salpicando el agua desde una caldereta con las manos, el horno estaba cerrado a cal y canto y no despedía los aromas tan maravillosos de los demás días, pero aún, por lo menos, nos quedaba la misa mayor para llenar la mañana, pero después de la comida, en domingo, ya nada se hacía.
Con un poco de suerte algún forastero venía de visita a la casa y mi tía se afanaba;
-pequeña, ve a buscar el mantel de hilo bordado, y saca las tazas de porcelana del aparador, que está a punto de llegar tu tío Vicente de Barcelona.
Y al tío Vicente se le agasajaba con un cafecito mas bien suave y unos dulces caseros. Si la visita era buena podía añadirse al bouquet alguna copita de vino dulce y algún fruto seco tostado, mientras yo, sentada en el mármol del hogar, escuchaba contar historias y observaba, sobretodo observaba como eran contadas.
Pero claro, no todos los domingos había esa suerte.
Las otras tardes de la semana no tenían olor a colonia de lavanda, sino a lápiz de carbón y a libros viejos, de esos que las tapas se cosían una y otra vez, ¡porque antes se cosían las tapas!. Viejos libros gastados y dormidos en el granero, hasta que llegaba yo en los veranos y los despertaba. Mejor no decir lo que allí estaba escrito. Yo entonces, tan pequeña, ¿qué sabía yo de aquello?, me aprendía los himnos como quien aprende las canciones de moda.
-soy valiente y leal legionario, soy soldado de brava legión, llevo en mi alma un ardiente calvario que en la legión busca redención...
Eran horas de soledad pintada de marrones y brochazos de luz por entre los toldos mientras mi tía secaba cuidadosamente los cacharros recién fregados y canturreaba bajito. Yo la miraba hacer y jugaba a adivinar sus movimientos
-ahora guardarà los cubiertos en la caja, ahora extenderá el trapo en la ventana, ahora se peinará esos pelitos que le caen sobre la cara,ahora irá a buscar el costurero y la ropa...

Las tardes solitarias del verano eran un lugar mágico donde o expandías la mente más allá de las paredes o dormitabas en una especie de semivela que podía traerte visiones aterradoras, casi siempre, de rincones oscuros por descubrir dentro de ti mismo. Por eso a mi nunca me gustó hacer la siesta. Prefería imaginar historias o pedirle a mi tia que me contara las suyas de cuando la guerra. No siempre lo conseguía.
-Tía, cuénteme como fue que abandonó la casa con sus hijos y se fue para Barcelona andando huyendo de los militares. Tía, cuénteme como vivió en el metro y como caían las bombas y las sirenas les avisaban de que el peligro había pasado. Tía, cuénteme como volvió al pueblo y se encontró la casa patas arriba porque la habían saqueado,...
Ella no dejaba la costura, hablaba y cosía, como si la que relataba no fuera su vida, como si no le hubiera dolido nunca. Yo entonces no lo comprendía, no sabía que, para seguir viviendo, hay que hacer ver que se olvida.
Si, aquellas tardes polvorientas cuando volvíamos de la era en agosto eran las mejores ¡Oh, si!, después de una jornada de trillo a pleno sol regresar a casa era una bendición. Las briznas de paja me hacían cosquillas por entre la ropa y mis manos y pies estaban sucios de polvo y tierra seca. Mi cabello se mezclaba en un intento de coleta que no terminaba de cuajar y mis mejillas ardían a pesar del sombrerito de paja que me hacían poner. Yo me ocupaba de hacerles llegar el botijo y las cosas que me pedían desde el trillo, que no paraba nunca de dar vueltas y vueltas sobre el grano esparcido por toda la era.
-¡Pequeñaaaa, aguaaaaa!
Y ahí salía yo corriendo con el botijo fresco a perseguir el mulo para hacerlo llegar, esperar corriendo hasta que bebían, cogerlo y salir pitando para llenarlo de nuevo y esperar nueva orden.
Al atardecer recogiamos todo y bajábamos despacio desde las eras, nosotros y algunos mas que trillaban, eran caminos difíciles, de piedras duras, por eso yo no quería que me montaran en el mulo. Me llenaba de miedo cuando resbalaban los cascos del animal, aquel ruido seco llenando el silencio tardío del día. Volvíamos plenos, o al menos eso me parecía, las mujeres sentadas en las puertas de sus casas nos saludaban y mi tío, muy parco en palabras de cortesía, se limitaba a hacer chasquear la boca y seguir el camino a casa.
Mientras mi tía preparaba algo para cenar nos lavábamos en el sereno, a la luz de la tarde que se va, con una palangana de plástico quemado de color naranja, así nos quitábamos el polvo y la tierra de la cara primero, luego de los brazos, el cuello y al final de los pies. Parece como si tuviera en mis manos ahora mismo esa agua tan fresca y esa pastilla de jabón Camay que entonces era todo un lujo, que sacaba aquella espumita tan suave y olorosa, yo cerraba los ojos y aspiraba, aspiraba y miles de flores se hacían presentes en aquel instante.
Aquellas si que eran tardes buenas, pero el trillar no duraba siempre, y de nuevo se volvía a la rutina de antes, al vacío de cosas y de gente.
Alguna tarde me escapaba a la casa de otros tíos que estaba en unas calles mas arriba de donde yo vivía. No por verlos, sino por moverme, por el viaje nada mas. Recuerdo que podía seguir el argumento del capítulo de la novela de la radio a pesar de ir caminando, pues desde las ventanas abiertas y entoldadas las voces de los actores y las músicas salían hasta la calle. Algún comentario también, alguna confidencia que apenas se entendía...,pero yo no prestaba atención, mas bien me entretenía contando mis pasos. No importaba llegar, sino caminar. Y mientras caminaba iba cantando muy bajito, para que nadie me oyera
-Manbrú se fue a la guerra, que dolor, que dolor, que pena, Manbrú se fue a la guerra, no se cuando vendrá, dorremí, dorrefá, no se cuando vendrá...
Pero yo creo que me oían, porque en aquellas calles vacías la única que cantaba era yo, yo y una sombra alargada que siempre me acompañaba a todas partes, a veces eran dos sombras, y algún gato despistado que me ignoraba completamente.
Y las horas pasaban poco a poco, las campanadas de las tres, después la media, después las de las cuatro, después la media, después las de las cinco, después la media..., y el sol persistente que no aflojaba.
Eternos veranos que nunca mas volveré a vivir.
Florinda Ramos.

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