Reflexiones, experiencias y todo aquello que me ayude a subir, desplegando alas, volando juntos...

martes, 15 de noviembre de 2011

El corazón del árbol

Este cuento está inspirado en una antigua historia china que tiene también como protagonistas a un hombre, un árbol y un sueño. Confío en que a Chuang Tzu, el autor de la misma, no le disguste mi atrevimiento de reescribir su pequeño relato, donde quiera que esté, sabrá comprender ¡espero!...

Había una vez un maestro albañil, gran trabajador y con un gran espíritu de entrega hacia su labor, al cual nunca le faltaba trabajo. Era muy apreciado y requerido en toda la comarca pues sus vecinos conocían sobradamente las buenas cualidades del obrero. Sucedía que en muchas ocasiones le encargaban trabajos de piedra tallada y el maestro albañil hacía muchos viajes hacia la cantera la cual distaba de su taller unos cuantos kilómetros. No demasiados, pero si los suficientes para que el viaje de vuelta, el que hacía con la carga a cuestas, le resultase penoso en verano por el calor y en invierno por el frío y las ventiscas.
A medio camino entre el taller y la cantera había un gran árbol. Nadie sabía desde cuando el gigantesco árbol existía, ni los más ancianos del lugar tenían noticia de cuando se plantó o de como fue a crecer en uno de los lados del camino. Su tronco era grande, tanto que dos hombres no juntaban sus manos si lo rodeaban con sus brazos, y sus ramas frondosas y esparcidas por doquier llenaban su majestuosa copa.
Cada día, al ir hacia la cantera, el maestro albañil dejaba su pellejo hecho de piel de res lleno de agua al amparo del árbol, y, al regresar, allí lo encontraba para saciar su sed y mitigar un poco el cansancio. Dejaba la piedra que transportaba en el suelo, a la sombra de las ramas del árbol, y descansaba sus buenos ratos mientras las hojas se movían sobre su cabeza proporcionándole aire renovado.
A pesar de que vivía por y para su trabajo, el maestro albañil no era feliz. Al contrario, era un hombre de carácter agrio y siempre dispuesto a quejarse de su vida y a maldecir su suerte. Durante sus paradas bajo el árbol se dedicaba a lamentarse con gran desesperanza y amargura.
-¡Pobre de mí!, siempre trabajando, cargando piedras, golpeándolas, mi oficio es muy duro y sacrificado, mis manos están callosas y estropeadas, mi espalda me duele noche y día. ¡Que desgraciado soy!, no como tu, - se dirigía entonces al árbol- que estás aquí sin sufrir, la tierra te sostiene y la luz del Sol te hace crecer. Nada has de hacer para vivir. ¡Maldito seas, árbol del demonio!.
Así sucedía un día y otro también. Una noche se le presentó en sus sueños al obrero un duendecillo pequeño y delgado, vestido de hojas de árboles de todos los colores y pelo fino y lacio, como hilos de seda. Sus ojos eran grandes en comparación con el resto de su rostro y también sus delgados dedos eran desproporcionados.
-¿Quién eres? - le preguntó sorprendido el maestro albañil.
  • Soy un duende. No me mires así, se que soy extraño...pero tu tampoco eres una maravilla. - el duende se sentó en los pies de su cama y sonrió.- he venido a buscarte porque quiero que veas algo, ¡acompáñame!.
El duende dio un salto y salió por la puerta de la alcoba. El maestro albañil lo siguió lleno de curiosidad saliendo ambos a la calle, era noche cerrada pero la luna alumbraba en el cielo y también en el camino que andaban hasta que llegaron al sitio donde el árbol, aquel gran árbol, hubiera tenido que estar ¡pero no estaba!. El hombre se frotó los ojos, miró a los lados, no lo veía, era como si nunca hubiera estado allí el árbol, ¡su árbol!, porque aunque lo despreciara a diario por su aparente inmovilidad estaba acostumbrado a sentarse bajo su sombra y descansar.
-¿Qué ha pasado?, ¿dónde está mi árbol? - preguntó finalmente.
-¿tu árbol?..., querrás decir el árbol que tu no querías...- el pequeño duende cogió del suelo una reseca raíz y se puso a escarbar en la tierra distraidamente.
Pasaron unos minutos de silencio, el hombre parecía tan confundido que al fin el duende habló
-¿Quieres saber lo que le ha pasado al árbol?, siéntate entonces y te contaré una historia. Hace muchos años un hombre como tu hacía el mismo camino casi todos los días cargando también a sus espaldas las piedras para construir las casas del pueblo, se cansaba mucho y necesitaba un lugar para poder descansar en el viaje de vuelta. Un día se le ocurrió plantar en este sitio la semilla de un árbol, aún sabiendo que, siendo él mayor, quizás no llegaría a verlo crecido. Sin embargo pensó que tal vez cuando el árbol alcanzara su madurez su presencia aliviara los sudores de otro hombre que, al igual que él mismo, tuviera que cargar las pesadas piedras. Su corazón estaba feliz el día que vio surgir de entre la tierra el pequeño tallo que, mas tarde, se convertiría en el espléndido árbol que tu conociste. ¡Recuerdo muy bien aquel día, oh, si!. El hombre murió al poco tiempo, pero el árbol creció y creció con gran fuerza y se dedicó a guarecer bajo su amparo a cuantas criaturas se le acercaran, ya fuesen pájaros, serpientes, zorros, conejos o...hombres. No siempre fue fácil la tarea, los nidos de los pájaros le pesaban, las hormigas llenaban su corteza de infecciones, la sequía le dejaba sin fuerzas , el sol abrasador quemaba sus ramas y el viento quería arrebatárselas a toda costa, pero él, indomable y firme, aguantó todo cuanto pudo porque sabía que tenía un encargo que cumplir. Un día llegaría el hombre que transportaba piedras y le necesitaría. Y aquí estaba él, para cumplir su cometido.
El duende se arrodilló sobre un colchón de hojas secas y mirando a los ojos del hombre siguió su relato:
-Pero las cosas no fueron tal y como el árbol pensó. El hombre llegó, si, pero no parecía disfrutar del descanso que el árbol le ofrecía. Cada día que lo cobijaba le maldecía el ingrato, y así fue como el corazón del árbol se fue haciendo mas y mas débil, hasta que decidió morir.
El maestro albañil bajó la cabeza arrepentido y murmuró:
-Yo no sabía...
En ese momento el hombre notó como las sábanas se habían enrollado sobre su cuerpo y la luz del amanecer entraba por las rendijas del portón de su ventana. Estaba en su cama, todo había sido un sueño, ¡claro!, ¿qué otra cosa podía haber sido?.
Deprisa se alistó para salir camino a la cantera, agarró su pellejo lleno de agua y con paso apresurado devoró el tramo del camino que llegaba hasta el árbol, cuando divisó la imagen lejana del mismo su corazón palpitó de emoción y una sensación extraña para él le recorrió de arriba a abajo todo su cuerpo, ¡allí estaba su árbol, como siempre, esperándole!.
Aquel día, y el resto de los días, al regresar de la cantera, el hombre se sentaba sobre su piedra y cuentan los que le vieron que, tras beber un buen sorbo de agua, permanecía en silencio contemplando con devoción al inmenso árbol que tan generoso como siempre, le proporcionaba aquella sombra tan reconfortante.

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